martes, 23 de marzo de 2010

Nada que temer

Estoy leyendo un libro de Julian Barnes (en la foto, con su hermano mayor y su bisabuelo): "Nada que temer", lo han traducido. El británico trata de acercarse a la muerte para ver si se le quita el miedo. Su tesis es que los creyentes, a pesar del consuelo de creer, tienen más miedo que los agnósticos. Pero, cuando parece muy seguro de esto, se le atraviesa una duda, ¿y si aunque seas agnóstico la muerte te aterra? El tono del libro, a pesar de todo, es humorístico en el muy clásico estilo ingles que me encanta. Debiera ser menos perezosa y leerlo en inglés, de hecho. Pero soy tan perezosa...

Barnes parte de una frase que se le ocurrió un día y que mostró a su hermano para saber su opinión: "No creo en Dios pero le echo de menos". El hermano, dotado de un claro sentido práctico, le soltó que le parecía una chorrada como una casa. Resulta divertido leer las digresiones que se le ocurren a Julian con las salidas de tono de su hermano. Qué bien lo cuenta. Seguiré con el libro, aunque cuando lo tomo, por la noche, arrebujada en la cama, me dura solamente un par de páginas. Y así no hay quien avance.


Por el momento, lo que sé es que el humor de Julian Barnes me gusta más que el de David Lodge. Me parece más familiar. Atrás, muy atrás, quedan las risas que me producía el viejo Wodehouse. Y, curioso, no le pillado la gracia a Tom Sharpe, quien, por cierto, tampoco encontró gracioso el apagón de hace semanas en Cataluña, donde vive desde hace años. Y se hizo oír a pleno pulmón. Debe andar ahora escribiendo otra de sus sátiras escatológicas a cuenta del asunto. Esa no me la pierdo. No sigo más porque no puedo: Kenia acaba de acomodar su cabecita en mi mano derecha y se vuelve muy difícil continuar.


Que los dioses les sean propicios.

lunes, 15 de marzo de 2010

El DDT y los muchos canales

Hace muchos, muchos años, cuando en España sólo había un canal de televisión que se llamaba Televisión Española, las tardes daban mucho de sí. Volvías del colegio y te zampabas la merienda con un hambre canina, bocadillo de fuagrás o chocolate o lo que sea; unas cuantas corretadas por el parque y a casa a hacer los deberes. Si te apresurabas y los terminabas pronto, podrías ver un poco de televisión, justo hasta que salía la familia Telerín que no dejaban opción: ¡a la cama!
Yo creo que por entonces, todabía se usaba el DDT para matar moscas y otros bichejos domésticos la mar de molestos. El insecticida se aplicaba al aire, por medio de un cilindro de unos 20 centímetros de largo por seis de diámetro, que en su extremo descansaba sobre otro cilindro más pequeño, aunque de igual grosor, que confería al artilugio cierto aire de cañón de juguete. De ese cañón salía un líquido letal -se supo mucho después- no sólo para los mosquitos.
El perfume era inconfundible: irrespirable durante minutos. Había que salir en estampía del cuarto, "hasta que se airee un poco", decían.
Luego llegó el UHF. ¡Ah, el UHF! Menudo avance, y lo que nos hizo sufrir la larga espera del UHF, anunciada su llegada una y otra vez sin que aquello tomara nunca cuerpo. Pero llegó. Justo cuando la programación de la única caja tonta se había más que gastado entre festivales de folklore y concursos de sabihondos, aunque a mí el señor que sabía tanto de pajaritos me gustaba un montón. Con lo feíllo que era el pobre, pero cuánto sabía de pajarillos. Sí, el UHF nos liberaba un poco de la programación convencional: más documentales, más programas algo más rarillos, mejor.
Todo esto viene a cuento de algo que ya habrán ustedes adivinado, claro. En casa hemos estado unas semanas sin ver la tele con el apagón analógico, así llamado. No una ni dos, sino varias semanas en las que hemos tenido que recurrir a la red para saber si iba a nevar al día siguiente. ¡Qué precariedad! Sin embargo, no puedo culpar de eso a nadie salvo a mí misma, que no he mostrado el menor interés en evitar esa ausencia televisiva.
Ahora que ha venido un técnico muy amable y nos ha colocado bien los aparejos de la antena -castigada por la nieve y los vientos- se ven 42 canales, más los 65 del Astra, un satélite alemán, por lo visto, al que estamos relacionados por una antena parabólica que se empeñó el Galeno en que compráramos muy barata. Menuda monserga. No hay espíritu noble que aguante el zapeo de tanto canal, de tanta basura. De modo que la tele permanece oscura y callada la mayor parte del tiempo. Pero, eso sí, esta vez, con posibilidad de apagar más de 100 canales. Ahí es nada. Casi preferiría volver a los tiempos del DDT.

viernes, 12 de marzo de 2010

Requiescat in pacem




Ha muerto Miguel Delibes.
Se ruega una lectura de sus obras.
Pueden empezar con El príncipe destronado, El camino o La hoja roja.
Seguir con Las ratas, Cinco horas con Mario o La sombra del ciprés es alargada.
Continuar con Mi vida al aire libre, Diario de un cazador, El hereje
Y así.
Una honra merecida.
Valete.

domingo, 7 de marzo de 2010

Un deseo


El fuego me produce cierta hipnosis, no puedo separar la vista de las llamas, del resplandor, de las formas de inventa esa luz intensa, desde lo profundo del montón de ramas y hojas que va devorando. Es vivaz y animoso el fuego y hay que vigilarlo, sobre todo cuando dejo caer ramas del magnolio que acaban de podar, cuyas hojas coriáceas crepitan con fuerza haciendo que salten chispas en abanico, que se elevan flotando hacia los dos pequeños almendros asomados a la ruina de la fogata. Por suerte, apenas sopla el viento, no es de las noches más frías y por encima, brillan también las estrellas como si no quisieran perderse el momento de estar juntos. Son tan escasos esos momentos que, de haberlo sabido otras veces en mi vida no habría yo dejado escapar algunos tan alegremente. Los poetas han escrito sobre la ciudad de las llamas, los bosques ardientes. No hay porqué evocar el infierno. Poco tiene que ver el infierno en esto. El infierno produce frío, más bien. Un frío inmenso. Insondable frío. Que el frío no te escarche las cejas ni te silve lúgubre a los oídos. Que el fuego de esta noche te alivie la soledad y te alegre los sueños.

martes, 2 de marzo de 2010

El juego de la rana

Andaba yo metida en recoger ramas rotas del jardin cuando escuché el sonido pero no me detuve a escucharlo sino que compartía conmigo la templada luz de la tarde soleada de febrero, una de las raras tardes en que el gris no campaba por el cielo. Lo escuché repetidas veces sin reparar en su procedencia, como algo a lo que una está acostumbrada. Hasta que, en un descanso de agachamientos, componía yo una rudimentaria urdha hastasana para restaurar los huesecillos, caí en la cuenta: ¡una rana! Por todos los truenos y relámpagos del cielo, ¿qué demonios hacía una rana cantora en febrero, a mil metros de la Abadía de Santa María de Poblet? Menudo despiste, pobre animalejo, las va a pasar canutas para sobrevivir a lo que queda de invierno, pensé un tanto conmovida. Volví a escucharla de noche, en un alarde chulesco, diría, pero ya nada sé de ella. Sin embargo, no creo que la rana se equivocara; la paloma, tampoco, a pesar de lo que diga el poeta. Los poetas no se distinguen por su precisión científica, precisamente. Las torcaces han ocupado el espacio sonoro de los días de Poblet. Su arrullo sí que anuncia la primavera, o viene a confirmar las sospechas que dejó el croar de la rana solitaria, la ácrata habitante del estanque. La rana no se equivocó, ni las palomas, ni los brotes de los castaños, los abedules, los chopos, los prunos, las flores de los crocos y los narcisos y los almendros y los cerezos que brotan como espuma coloreando la grisura de marzo. Hasta el sol se anima a figurar en la fiesta de la Anunciación. Y, sin embargo, parece temprano para eso; la naturaleza fuerza los cambios, imperceptiblemente, para unos; trágicamente para Chile y Haiti. Casi nadie habla del terremoto que precedió al de Chile en Japon, porque no ha habido víctimas mortales, creo. Sin embargo, en Europa han muerto sesenta personas por la ciclogénesis explosiva, una tormenta de mil pares. Parece que es así como lo ha sido siempre: que la Tierra necesita ser lo más redonda posible para seguir en su órbita al Sol, donde se encuentra como en casa. Los casquetes polares se deshacen y deshacen esta redondez, por lo que la naturaleza se impone para afinar la cintura terrestre y recuperar esa redondez necesaria. Me lo dijo el Galeno; muy científico no sonará, pero encaja -nunca mejor dicho- bastante. Somos menos que hormigas en el coloso del Universo.