Acabo de regresar del molino y me he encontrado un bello ejemplar de serpiente escalera a la puerta del jardín. Se ha asustado al verme y más aún cuando le tomé la fotografía: emitía un ruidillo disuasorio que da mieditis; me imagino su efecto en animalejos como los ratolines y las salamanquesas. Al saltar el flash, la bicha se ha levantado en un rápido movimiento de ataque. Es que el flash resulta muy molesto y ella lucía esos ojos en rojo y azul que se apreciaban mejor en la foto recortada que no me ha admitido el editor de esta entrada, no sé por qué.
El caso es que ayer, mientras leía la prensa al sol del pomeriggio, escuché algún lamento breve de uno de los gatos. Aunque traté de contener mi curiosidad, no hubo manera y acabé levantando el culo del asiento de mimbre para ver qué tripa se le había roto. En el salón, junto a la vieja alfombra, Dante parecía muy atento a alguna jugada. Sin gafas -me las dejé sobre el periódico- no veía ni torta, pero al acercarme comprobé que mis sospechas se cumplían: era una culebrilla (¿una viborilla, a lo peor?) revuelta sobre sí misma, que lucía un pequeño zarpazo gatuno y acababa de atizarle un viaje tangencial sin importancia al felino. En defensa propia, desde luego.
Saqué el reptil con cuidado al monte, para que tardara más en regresar. Siempre temo por los pececillos de colas largas que están en el estanque y que, seguramente, suponen un manjar para estos bichejos. A Dante nada le pasó, de modo que la viborilla se quedó en joven escalera. Y recordé entonces que hay una de estas serpientes que habita el tronco hueco de una acacia centenaria, cerca de la casa. Cuando llega el tiempo, muda su vestido y deja por ahí, entrre las flores, la vieja casaca de invierno. Se ve que ha fundado una familia. Lo siento por los sapitos, los rubios batracios que también gustan de pasearse por el jardín. Creo que no hacen buenas migas.
En fin; la vida.