Avanza el otoño imperturbable, acompañado estos días de un fuerte viento que baja la temperatura y reemplaza por todas partes en pocas horas las hojas recogidas y quemadas la semana pasada. Lo bueno es que recoger hojas me gusta y me hace disfrutar del sol en la fría mañana de octubre. He pensado, mientras rastrillaba el suelo húmedo y perfumado, en una reciente visita de mis amigos de cuando entonces. Y se me han agolpado imágenes de aulas y pasillos de la facultad de Ciencias de la Información, hace treinta años, antes de que abandonáramos el campus de la Complutense.
Suenan campanillas, baila el rosal en el jardín, ladran alegres los perros, allá y aquí, tralará, tralaríííí.
Sonará a "moño" -como se dice ahora de lo sentimentaloide- pero aseguro que ha sido emocionante, aunque no tanto como para llorar en plan Desatinos al dejar la cartera ministerial. Carmelo, que fuera corresponsal en Washington para la 1, Adolfo, director de una prestigiosa revista médica, Pilar gran jefa de un alto organismo oficial de muchas páginas, José María, productor de lo mejor que se ha hecho en TVE (y algo de lo peor, probablemente, también), Cruz, supremo de economía en tierras de Oriente, grupo al que se unió Carmona para darle la sal andaluza que siempre es menester cuando se administra bien, como hace ella.
No es que no nos hayamos visto alguna vez en los madriles por el empeño de alguno para dar buena cuenta de platos merecedores de nuestro apetito, no. Pero es que el molino nos ha acogido a todos, en su seno, acunado en sus camitas, cobijado con su calor y premiado con sus despertares de bruma y sol, de agua y rosas (el vino ya nos lo pimplamos por la noche). Hacía mucho, mucho tiempo que no estábamos juntos tanto rato, discutiendo de qué escritor es digo de llevar tal nombre o de qué famoso artista dejó de serlo cuando dejó asomar su bigotillo facineroso. A qué director de periódico habría que pasar por las armas (bueno, a tanto no llegó la cosa, pero casi) y a qué periodista valía la pena llamar así. Manu Leguineche se salvó de la quema, hay que decirlo cuanto antes. Pero, pocos más.
¡Cuánto tiempo sin estas acaloradas discusiones que me retrotrajeron a mi casi adolescencia! Qué melancólico sentimiento de combate dialéctico. Hasta Marx y Freud dieron con sus barbas en el coso, donde evolucionaron en un par de pases brillantes por parte del silencioso Cruz, más hijo pródigo que el resto, más remiso al viaje al que al fin sucumbió con buen pie.
Se atropellan las conversaciones -por llamar así a la competición ruidosa por hacerse escuchar- cuando hay tanto que se ha quedado en el tiempo de silencio entre nosotros, pero qué bien se tolera esa verbena cuando sobrevuela la alegría por medio como para aflojar tensiones antiguas creadas en nuestro cuerpo y nuestra alma simplemente por los años vividos, los trabajos peleados.
Quizás es cuando una le echa años al curriculum cuando cae en la cuenta de que vida no hay más que una, que se cuela entre los dedos la muy resbaladiza, que ocasiones como la que acaba de sucedernos se dan pocas en realidad. Aunque ahora creamos que todo puede repetirse hasta la saciedad y el infinito con sólo un click. He aprendido, al fin, a pesar de las veces en que me hizo hincapié en ello mi abuelita, que la vida es única, los momentos ricos, también. Y que ni la tecnología más divina puede devolvernos el esplendor en la hierba, la gloria de la flor, cuando se van. Para siempre.
Exactamente igual que le ha pasado a las galletas María (Fontaneda). Ya no saben como sabían. Han sustituido el aceite por "grasas comestibles vegetales". Menuda cosa. De ellas me queda el recuerdo y la pena de no vover a probar el sabor tan rico de la primera (solía comérmelas a decenas). De mis amigos, compañeros de mi vida, tengo la alegría de comunicarles a ustedes que me queda su presencia, por muchos kilómetros que nos separen. Sentir que no estoy sola. Qué bueno es eso.