lunes, 17 de octubre de 2011

Melancolía del adiós

Cae la tarde y se va la luz del día en el Molino. Con el otoño, se va también el calor de las horas de sol que se había acomodado entre nosotros sin importarle la estación otoñal. El jardín se apaga y gana el silencio todo el espacio, una vez que los pájaros deciden recogerse para la larga noche, bastante fría ya a estas alturas de octubre. El Molino se vende. Sus ocupantes, que amorosamente lo reavivaron y mimaron para que alcanzara todo su esplendor ya no pueden resistir más. Las cosas de los hombres, sus avariciosas ambiciones de tener más contra quien sea, han asfixiado las ilusiones de los habitantes del Molino.
                                                                                                               
Les gusta comer limones y naranjas
 El abismo de querer más sin límites, ser más guapo y más alto, más rico y más famoso. Tener más coches y más motos; más casas, palacios... Más aeropuertos fantasmas, más líneas de tren veloz que China, más miseria para el resto de la humanidad, no importa.

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Con lo bien que podríamos vivir los que preferimos ser ordinarios y silenciosos, pero felices. Buena música, buenos libros, buenos paseos. Amistad.
Guerrero y Emperatriz juegan despreocupados


Ojala que los kois sigan gozando de su gran charco, felices y ajenos a la crisis. Que la cuitada garza siga visitando el lugar en busca de su bocado favorito, los alevines de carpas, que los escarabajos rinoceronte, los nuncios de la muerte y hasta aquel gran capricornio que encontré una tarde de junio puedan seguir morando estos lugares. Y las vanessa atalanta y las limoneras y la bella antíope; y los pequeños y simpáticos chochines que gustan de anidar cerca del agua del estanque o los lúganos -algún polluelo he ayudado a recuperar su nido-, golondrinas y ruiseñores en junio. Que todos vivan en paz por los siglos de los siglos en el Molino. Ese es mi deseo.
La vieja Granja romana
Las casas y los árboles nos sobreviven. Sólo los animalillos y las plantas: budleyas, ailantos, fresnos y malvas, todos ellos se empeñan en seguir el ciclo de la vida para no dejar desolados los paisajes. Como mi alma en estos días. La vulgar prosa del dinero, el odioso afán mortal de hacer infelices a los demás, la pavorosa noche del hombre, no cesan de fabricar infelicidad por todo el mundo. También en el Molino.
El Molino se vende. ¿Quién querrá comprarlo? ¿Sabrá, quien se acerque a apoderarse de él, lo que encierran sus piedras, su agua, sus hierbas? ¿Querrá conocer la historia de sus habitantes, desde el siglo XVIII hasta aquí? ¿Qué hará con los atardeceres y las mañanas de gloria? Puede que los peces y los pájaros lo miren con curiosidad. Ellos son casi inmortales, como el Molino.
De pronto, con los pasos del verano aún sin borrarse del polvo -tierra sedienta desde abril-, se atisba el frío helador en el recodo del camino. Pintan bastos en todo el mundo. Una especie de vuelta a la edad media, con sus pestes y su miseria, su infinita tristeza, su desesperanza. Mi generación, y otras cuantas, nos habíamos librado de padecer una guerra. ¿Cuántas veces me lo habrá dicho mi padre que tuvo que combatir en una terrible? Que no os toque pasar una guerra, decía al contemplar nuestra desidia. Que no os toque una guerra. Y, mira por dónde, papá, nos ha tocado. Puede que no se oigan obuses lanzando proyectiles, ni bárbaros incendios ni haya millones de prisioneros, cientos de miles de muertos por el fuego enemigo. Pero muertos hay y habrá por falta de pan, por falta de aspirinas. No sólo en la pobre Africa.
¿Qué será del Molino, entonces? ¿Qué, de nosotros?
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viernes, 7 de octubre de 2011

Bodegón de otoño

Membrillos, caquis, tomatitos y uvas de mi huerta
A pasos de gigante se acerca el frío a la Conca de Barberá. Todavía podemos consolarnos con un tibio sol a mediodía pero no valen ilusiones: nos encaminamos al invierno, al frío, a las tardes minúsculas, las largas noches, las mañanas heladoras. La muerte de Jobs -que tenía apellido de santo pacienzudo- no ha parado la marcha de las estaciones. El ya no está aquí para verlo -de hecho, aquí no creo que haya estado jamás, viviendo como vivía en California-, pero el cielo se ha vuelto grisáceo, sopla un viento impío que hace volar las ramas de las palmeras y no apetece nada dejar el calor que emite la bombilla de la lámpara bajo la que escribo esto, para dar una vuelta. Hasta he tenido que meter en casa el semillero de acelgas y puerros para evitar que se queden tiesos. Ya lo exhibiré aquí cuando estén más presentables.
Kenia prueba refugios en todos los rincones. Regalé su cama de Ikea porque pensé que ya no le interesaba. Siempre dormían juntos ella y su hermano en un empeño que no podía ya repetirse porque son mucho más grandes que esa cama. Ahora parece reprobar mi decisión y me restriega sus apuros dentro de esta cesta que estudia minuciosamente para ver de sacarle algún partido.
Mientras esto escribo -al final, me he atrevido a caminar contra el frío viento de las narices- me entero por la radio de la concesión del premio Nobel de la Paz a unas cuantas mujeres de las que no se acuerda ni Santa Bárbara cuando truena. El Nobel de la Paz recupera su sentido este año. Mira que la han fastidiado veces.
Las juergas de las agencias de des-calificación de los países siguen, jaja, jiji, corre el champán que festejan a los tipejos que se están forrando, jiji, jaja. En España envejecemos sin remedio, se muere más gente que nace, los inmigrantes emigran a otros lugares, normal. Todo ello, dicho sobre un machacón fondo de música sobrante que contribuye a aumentar la inquietud y la sensación de malestar. Por suerte, empieza la retransmisión de un partido de fúmbol, así que puedo desconectar -clic- qué paz el silencio. Me retiro a practicar yoga. Yoga y silencio. A ver si recuerdo esta noche quedarme en silencio diez minutos (eso es difícil, ¿eh?) antes de dormir, como hace el Nobel de Literatura de este año, Tomás Transtörm.