Cae la tarde y se va la luz del día en el Molino. Con el otoño, se va también el calor de las horas de sol que se había acomodado entre nosotros sin importarle la estación otoñal. El jardín se apaga y gana el silencio todo el espacio, una vez que los pájaros deciden recogerse para la larga noche, bastante fría ya a estas alturas de octubre. El Molino se vende. Sus ocupantes, que amorosamente lo reavivaron y mimaron para que alcanzara todo su esplendor ya no pueden resistir más. Las cosas de los hombres, sus avariciosas ambiciones de tener más contra quien sea, han asfixiado las ilusiones de los habitantes del Molino.
El abismo de querer más sin límites, ser más guapo y más alto, más rico y más famoso. Tener más coches y más motos; más casas, palacios... Más aeropuertos fantasmas, más líneas de tren veloz que China, más miseria para el resto de la humanidad, no importa.
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Con lo bien que podríamos vivir los que preferimos ser ordinarios y silenciosos, pero felices. Buena música, buenos libros, buenos paseos. Amistad.
Ojala que los kois sigan gozando de su gran charco, felices y ajenos a la crisis. Que la cuitada garza siga visitando el lugar en busca de su bocado favorito, los alevines de carpas, que los escarabajos rinoceronte, los nuncios de la muerte y hasta aquel gran capricornio que encontré una tarde de junio puedan seguir morando estos lugares. Y las vanessa atalanta y las limoneras y la bella antíope; y los pequeños y simpáticos chochines que gustan de anidar cerca del agua del estanque o los lúganos -algún polluelo he ayudado a recuperar su nido-, golondrinas y ruiseñores en junio. Que todos vivan en paz por los siglos de los siglos en el Molino. Ese es mi deseo.
Las casas y los árboles nos sobreviven. Sólo los animalillos y las plantas: budleyas, ailantos, fresnos y malvas, todos ellos se empeñan en seguir el ciclo de la vida para no dejar desolados los paisajes. Como mi alma en estos días. La vulgar prosa del dinero, el odioso afán mortal de hacer infelices a los demás, la pavorosa noche del hombre, no cesan de fabricar infelicidad por todo el mundo. También en el Molino.
El Molino se vende. ¿Quién querrá comprarlo? ¿Sabrá, quien se acerque a apoderarse de él, lo que encierran sus piedras, su agua, sus hierbas? ¿Querrá conocer la historia de sus habitantes, desde el siglo XVIII hasta aquí? ¿Qué hará con los atardeceres y las mañanas de gloria? Puede que los peces y los pájaros lo miren con curiosidad. Ellos son casi inmortales, como el Molino.
De pronto, con los pasos del verano aún sin borrarse del polvo -tierra sedienta desde abril-, se atisba el frío helador en el recodo del camino. Pintan bastos en todo el mundo. Una especie de vuelta a la edad media, con sus pestes y su miseria, su infinita tristeza, su desesperanza. Mi generación, y otras cuantas, nos habíamos librado de padecer una guerra. ¿Cuántas veces me lo habrá dicho mi padre que tuvo que combatir en una terrible? Que no os toque pasar una guerra, decía al contemplar nuestra desidia. Que no os toque una guerra. Y, mira por dónde, papá, nos ha tocado. Puede que no se oigan obuses lanzando proyectiles, ni bárbaros incendios ni haya millones de prisioneros, cientos de miles de muertos por el fuego enemigo. Pero muertos hay y habrá por falta de pan, por falta de aspirinas. No sólo en la pobre Africa.
¿Qué será del Molino, entonces? ¿Qué, de nosotros?
Les gusta comer limones y naranjas |
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Con lo bien que podríamos vivir los que preferimos ser ordinarios y silenciosos, pero felices. Buena música, buenos libros, buenos paseos. Amistad.
Guerrero y Emperatriz juegan despreocupados |
Ojala que los kois sigan gozando de su gran charco, felices y ajenos a la crisis. Que la cuitada garza siga visitando el lugar en busca de su bocado favorito, los alevines de carpas, que los escarabajos rinoceronte, los nuncios de la muerte y hasta aquel gran capricornio que encontré una tarde de junio puedan seguir morando estos lugares. Y las vanessa atalanta y las limoneras y la bella antíope; y los pequeños y simpáticos chochines que gustan de anidar cerca del agua del estanque o los lúganos -algún polluelo he ayudado a recuperar su nido-, golondrinas y ruiseñores en junio. Que todos vivan en paz por los siglos de los siglos en el Molino. Ese es mi deseo.
La vieja Granja romana |
El Molino se vende. ¿Quién querrá comprarlo? ¿Sabrá, quien se acerque a apoderarse de él, lo que encierran sus piedras, su agua, sus hierbas? ¿Querrá conocer la historia de sus habitantes, desde el siglo XVIII hasta aquí? ¿Qué hará con los atardeceres y las mañanas de gloria? Puede que los peces y los pájaros lo miren con curiosidad. Ellos son casi inmortales, como el Molino.
De pronto, con los pasos del verano aún sin borrarse del polvo -tierra sedienta desde abril-, se atisba el frío helador en el recodo del camino. Pintan bastos en todo el mundo. Una especie de vuelta a la edad media, con sus pestes y su miseria, su infinita tristeza, su desesperanza. Mi generación, y otras cuantas, nos habíamos librado de padecer una guerra. ¿Cuántas veces me lo habrá dicho mi padre que tuvo que combatir en una terrible? Que no os toque pasar una guerra, decía al contemplar nuestra desidia. Que no os toque una guerra. Y, mira por dónde, papá, nos ha tocado. Puede que no se oigan obuses lanzando proyectiles, ni bárbaros incendios ni haya millones de prisioneros, cientos de miles de muertos por el fuego enemigo. Pero muertos hay y habrá por falta de pan, por falta de aspirinas. No sólo en la pobre Africa.
¿Qué será del Molino, entonces? ¿Qué, de nosotros?