domingo, 27 de septiembre de 2009

El hilo conductor de lo aleatorio


Reconstruir los pasos dados desde el momento en que llegó a creer que iba a perder el tren, el brote de ansiedad que de pronto se extendió por su cuerpo, atolondrando sus movimientos, sofocándole el habla al intentar atraer la atención de algún taxi, el billete electrónico en el bolsillo, sí, pero demasiado lejos de la estación para llegar a tiempo, cuando de buenas a primeras hubo uno que se detuvo justo delante y, mientras el pasajero pagaba, el taxista asintió con un gesto y él pudo meterse, ocupar el asiento todavía caliente, tenso y silencioso durante todo el recorrido, lo mismo que al saltar al vestíbulo y abrirse paso a la carrera entre la multitud, la gente que llegaba y la que partía, y los que mataban el tiempo curioseando en las boutiques y los quioscos, la exasperante retención que suponían los controles de seguridad, y ya sin aliento, al franquear el acceso al andén, oír decir al revisor, "si corre aún puede cogerlo". Sí: reconstruirlo todo mientras, desplomado en el asiento, aceptaba cuanto le iban ofreciendo, los auriculares, el periódico, un refresco, progresivamente invadido por el alivio; y reconstruirlo de nuevo cuando la violencia del estallido -explosión, choque frontal, qué más da- le permitió, como si el instante se autofraccionase en toda una sucesión de instantes infinitamente menores en medio de aquel fulgor, preguntarse si la culpa de lo que le estaba sucediendo no iba a ser de aquel taxi que se detuvo ante sus narices y que le permitió tomar un tren que en principio debía haber perdido. Y es que cuando en una cadena de acontecimientos el factor aleatorio es de trágicas consecuencias suele resultar mucho más llamativo que cuando éstas son beneficiosas y lo casual puede ser entendido como un detalle del buen resultado previsto. Pero tanto en un caso como en otro, el carácter inapelable del azar suele ser suavizado con expresiones que lo hacen más familiar, más compatible con la actividad cotidiana del ser humano. Así, se hablará de suerte, de buena suerte, si su influjo es favorable, o de accidente o de alergia cuando no lo es, cuando es mala suerte, procurando que el término elegido sea en sí mismo una explicación. Como si hablar de accidente o de alergia o de fuerza mayor hiciera innecesaria toda indagación. Por ejemplo, los pasos que condujeron a mi madre al encuentro de una bomba que fue a caer sobre un transporte cargado de explosivos. Había salido de Viladrau y pensaba volver por la tarde tras hacer unas compras en la ciudad. ¿Traerse de Barcelona algo que no podía encontrar en el pueblo? ¿Aprovechar que era el día de mi cumpleaños y que dos fechas más tarde era el santo de mi padre para comprar algún regalo? ¿Visitar a los abuelos? ¿Visitar al primo Paco, ingresado en una clínica de la parte alta de la ciudad, fue lo que alteró su recorrido y la llevó a coincidir con la explosión en el punto y en el instante en que se produjo, mientras que de haber sido otro su itinerario tal vez la hubiera pillado lejos? Paco se encontraba en aquella clínica a raíz de un accidente ocurrido días atrás, cuando mientras se hallaba patinando fue arrollado por un tranvía que le segó una pierna. ¿No cabría pensar, en consecuencia, que fue en realkidad ese accidente que le costó las piernas al primo Paco la causa de que días después mi madre y la trayectoria de la bomba coincidieran en un mismo punto?

(Cosas que pasan, Luis Goytisolo; ed. Siruela. Madrid, 2009) Foto: LG en el cabo Comorín.

viernes, 18 de septiembre de 2009

calabazas

Les presento mi cosecha de calabazas. Ha sido un año dadivoso y brillante este que ya da paso al otoño. El informe PISA que da cuenta de cómo les va aquí y allá a los estudiantes europeos ha vuelto a darnos toneladas de calabazas a los españoles. Nuestros estudiantes son casi los más burros -¿debiera decir "vurros"?- del suelo de la vieja y, a veces, cochambrosa Europa -¿debiera decir "Oigopa"?-. La mala educación de las mesnadas españolas de los últimos, pongamos, treinta años, tene algo que ver con los sucesivos cambios de planes de estudio, salidos de gobiernos que no debieron tener las cosas muy claras. Eso, unido a la inconveniente repartición en 17 paisillos con sus gobiernillos y sus funcionarillos y sus chupopterillos de toda ralea, de lo que convenimos en llamar España desde hace algún tiempo, ha acabado de dar al traste con la enseñanza primaria y secundaria (mejor dejamos la universitaria para otro día; de esto mucho tendría que decir mi admirado Ignacio Gómez de Liaño). ¿Qué se hizo de aquellos catedráticos de instituto, que pulieron las juveniles cabecillas que abnegados maestros de escuela habían desasnado previamente? "Tienes más hambre que un maestro de escuela", ¿no es acaso paradigmático el decir popular? Pobre Machado, don Antonio. A la presidenta de la Comunidad de Madrid se le ha ocurrido dotar a los maestros y profesores de auctoritas para que los niños no se les desmadren. Pero la autoridad ha de conocerse antes, en casa, donde los niños desmadrados aprenden, precisamente, a desmadrarse. Y despadrarse, desde luego. Desde aquel ministro de educación al que se le ocurrió la genial arenga: "¡Menos latín y más fútbol!" poco se ha conseguido superar en ingenio y eficacia. Porque, oiga usted, del latín hace tiempo que nunca más se supo, pero de fútbol no hay quien nos pueda. ¿Por qué será que me siento igual de acongojada?

martes, 1 de septiembre de 2009

Salvada por el sochantre

Aquel año académico en la universidad de Toledo (Oh) empezó con ciertas carencias que, sólo mucho más tarde, supe que eran afectivas. ¡Qué cosas! Una joven aspirante a periodista, independiente, autónoma, bien educada en la resolución de problemas cotidianos, curiosa y amante de los viajes en solitario resulta que acusó una falta de afecto en la Gran Pradera del Midwest. A otros les da por morder esquinas. No sé.
De modo que busqué, y encontré, socorro y alivio para mi pena en la biblioteca de la universidad. Magnífica biblioteca, tengo que decir: un edificio moderno de cinco plantas, bien distribuido y ordenado, a cuyos estantes podía una acudir en busca de sus libros, una vez consultadas las fichas donde se apuntaba el lugar exacto, con una carretilla, si quisiera, para trasportar cuantos se necesitaran. Los libros estaban protegidos por una banda magnética, oculta entre sus páginas, que pitaba fuertemente si no había sido desactivada formalmente. Podías retener los libros en tu casa durante quince días, al cabo de los cuales había que renovar el préstamo o devolverlos. ¡Qué delicioso era perderse entre los altos estantes llenos de libros! Buscar un título, o dos, y acabar con cinco o seis libros prometedores, que invitaban a ser abiertos enseguida, como dice Italo Calvino, en uno de los suyos, después de buscarse un buen refugio, cerrar la puerta para que nadie moleste, ni un teléfono, ni un timbre, ni un pensamiento que distraiga de la lectura (Se una notte d'inverno un viagiattore). Esa fruición de leer que se pierde, ay, con los años, así como la capacidad de concentración.
Así fue como me topé con el sochantre y sus crónicas, con Merlín y su amigo Felipe, con las ánimas dispersas y algo desanimadas (¡!) de sus historias, con el hombre que se parecía a Orestes y hasta con el inigualable Ulises. Alvaro Cunqueiro, que en su juventud hizo el paripé con Franco para escapar a castigos, aprendió a fabular muy pronto, escuchando las divertidas historias que le contaba su madre, doña Pepita Mora, al calor de la lumbre, en su Mondoñedo natal.

Fue dulce dejarse envolver por esas narraciones extraordinarias, esos personajes tragicómicos, tiernos y ocurrentes, el ambiente de plenilunio brumoso en pleno bosque, húmedo el aire y lleno de ulular de búhos y autillos. A él, al escritor, siempre me sentiré agradecida.
Había un departamento de revistas y periódicos diversos, en el sótano de esa biblioteca, donde más que instruirme, me consolaba del exilio voluntario con lecturas castizas. Por suerte, eso no duró mucho tiempo; en un par de meses, yo andaba ya muy metida en la vida universitaria, me había apuntado al equipo de volei de la universidad (del que salí tarifando, incapaz de soportar los intensos entrenamientos), iba a nadar tres días a la semana, había hecho amigos, sobre todo. Sara Burt, por ejemplo, de Florida. Sighn, del Punjab; Marta, de Argentina; Celia Esplugas, también argentina... Peter, de Ohio, al que yo le gustaba, pero él a mí, no. Para entonces, yo ya andaba metida en lecturas de novelas y cuentos sobre la guerra civil americana: Stephen Crain, Ambrose Bierce, etc. Sobre una asignatura que me apasionó, por la que leí libros como "Science and Sanity", de un polaco cuyo nombre he olvidado. "Nonverbal communication", de Clara Davis, creo. And so on.
Pero esto sólo quería ser un homenaje a un escritor casi olvidado y que a mí me encantó, literalmente.