Estoy algo nerviosa ante un viaje largo que me tomará casi un mes fuera de casa y que exige de mí cierta preparación a la que no estoy dedicando el tiempo necesario. ¿Cómo es posible que un día tenga 24 horas, de las que solamente 8 las ocupo descansando, y no me dé tiempo a hacer nada? Es una pregunta aparentemente retórica y sin embargo confío en que un alma caritativa ensaye una respuesta que me haga ver la luz. Nada nada no es exacto, algo haré; me propongo siempre escribir las cosas que he hecho durante el día, aunque sean nimias, pero después no me acuerdo de hacerlo. O no me apetece porque estoy cansada. Pero, ¿cómo demonios puedo estar cansada si no hago nada en todo el día?
Como en los sueños, cuando las cosas no suceden como una quiere, se tuercen, se empeñan en volverse desagradables, así me van perturbando pequeñas cosas, tonterías, compromisos, obligaciones absurdas. Lo más fastidioso es que sé que preparar este tipo de viajes con el detenimiento requerido es la cosa que más me gusta. Me propongo hacerlo y, de paso, dejar de dar la lata a mi alrededor con la queja repetida.
Voy a Corea, con la intención de visitar el Paralelo 38º, y a Vietnam.
Es un viaje de trabajo, nada de turismo ni diversión. Bueno, la diversión es, precisamente, este tipo de trabajo. Me siento afortunada y agradecida a la suerte por poder hacer este viaje. Esto me trae inmediatamente a la cabeza
esa canción de Violeta Parra, cantada por ella, con esa voz casi quebrada, suave, juvenil. Bella voz.
¿No les he dicho nunca que me encanta la voz humana? No todas, claro. Encuentro en el sonido de la voz humana los matices que me traen las mejores imágenes de lo divino y lo humano. Seguramente, lleva razón mi amiga Bhavana en que todos tenemos un destino escrito, un derrotero del que nada sabemos pero que se cumple indefectiblemente.No es determinismo, exactamente; es una especie de deriva acorde a nuestras características, nuestra personalidad que se va forjando a lo largo de los primeros años de nuestra vida.
Cuando era chica (como dice Chiqui), escribía cuentos. Una vez, escribí un cuento en forma de cómic, con dibujos que yo misma hacía, que se llamó: "
La señorita de la radio". Recuerdo bien la vergüenza que pasé cuando ví que mis padres lo habían descubierto y que lo leían, encantados, un tanto sorprendidos de lo bien dibujado que estaba. Usaba las grapas del ABC, el periódico al que estaba suscrito mi padre entonces. "El ave que pasa por debajo de la puerta de casa". Me hacía polvo los dedos para clavar la grapa en las hojas del cuaderno donde escribía mis cuentos. No había esas pequeñas grapadoras que ahora son tan baratas. En una de aquellas limpiezas de verano que hacían historia, mi madre tiró los cuentos a la basura. Nada que reprocharle, que conste. Papelajos que atraían a las cucarachas, seguramente. Aunque confieso que ahora le echaría una ojeada con gusto.
Pasaron muchos años y entré en la radio a trabajar. Como si yo misma hubiera escrito mi destino. ¿No será que en aquel cuento infantil yo ya planeaba algo de mi propia vida? Por otra parte, mi madre nos entretenía, a la hora de la merienda, con la radio.
Escuchábamos al "Zorro, zorrito, para mayores y chiquititos". Rueda por ahí uno de esos correos con anuncios antiguos de la radio, en el que sale la grabación de ese programa. Me dio un vuelco el corazón cuando apareció en mi PC. En la boca, un sabor a bocadillo de queso con membrillo. Humm...
Pero, ¿a cuento de qué les suelto toda esta historieta? Probablemente sea ésa la causa de que mi tiempo encoja tanto. Lo fácilmente que me enrollo, me entretengo, me distraigo, me lío, me enredo, me entusiasmo con miles de cosas distintas y dispersas. Puede que esa sea, precisamente, mi medida. Pues, si es así, se la brindo a ustedes. Os la brindo con gusto, amigos.