jueves, 6 de diciembre de 2012

Kenia (arriba) y Dante se preparan para el invierno
Creí que me marcharía antes de que llegara el invierno, pero el invierno anuncia ya su inminente acomodo entre brumas y vientos fuertes, que van cercando el Molí. Da pena verlo tan solitario y frío, a la espera del milagro de la próxima primavera. Debo de estar escribiendo bajo el influjo de las notas de Piazzolla porque sólo me llegan palabras algo tristes, envueltas en gasas que flotan en el aire como si fueran hojas de otoño embarcadas en su viaje hacia el mar. En el ambiente reina cierto desánimo, aunque los españoles, mis compatriotas, lo disimulen con humor o con sonrisas o con una copa de vino -del bueno, claro está- para combatir el pesimismo de las gentes del norte, acostumbradas a malvivir.
Dicen que separar es buscarse la enfermedad. Separar es desear el mal ajeno, envidiar con malos deseos al otro. Separar se parece a pecar pero sin connotaciones religiosas, sin pagar tributos. Se necesitarían más vidas que una sola, aunque sea tan larga como la vida de Oscar Niemeyer que acaba de terminar, después de casi 105 años. Ahora, anochece y el bandoneón parece desvanecer su quejido perdiéndose en lo oscuro. Afuera hace frío, así que voy a regresar a la lectura del diario, como si nada pasase. Como si pudieran pasar otros cien años para retomar todas las cosas que soñé hacer cuando niña. Como aquella mañana en que me desperté llorando porque me atacó una rara melancolía -a los seis años- mezclada con el sueño. Algo de ser no se qué de mayor. Un deseo. Una estrella azul. Qué sé yo.






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