Hace muchos, muchos años, cuando en España sólo había un canal de televisión que se llamaba Televisión Española, las tardes daban mucho de sí. Volvías del colegio y te zampabas la merienda con un hambre canina, bocadillo de fuagrás o chocolate o lo que sea; unas cuantas corretadas por el parque y a casa a hacer los deberes. Si te apresurabas y los terminabas pronto, podrías ver un poco de televisión, justo hasta que salía
la familia Telerín que no dejaban opción: ¡a la cama!
Yo creo que por entonces, todabía se usaba el
DDT para matar moscas y otros bichejos domésticos la mar de molestos. El insecticida se aplicaba al aire, por medio de un cilindro de unos 20 centímetros de largo por seis de diámetro, que en su extremo descansaba sobre otro cilindro más pequeño, aunque de igual grosor, que confería al artilugio cierto aire de cañón de juguete. De ese cañón salía un líquido letal -se supo mucho después- no sólo para los mosquitos.
El perfume era inconfundible: irrespirable durante minutos. Había que salir en estampía del cuarto, "hasta que se airee un poco", decían.
Luego llegó el
UHF. ¡Ah, el UHF! Menudo avance, y lo que nos hizo sufrir la larga espera del UHF, anunciada su llegada una y otra vez sin que aquello tomara nunca cuerpo. Pero llegó. Justo cuando la programación de la única caja tonta se había más que gastado entre festivales de folklore y concursos de sabihondos, aunque a mí el señor que sabía tanto de pajaritos me gustaba un montón. Con lo feíllo que era el pobre, pero cuánto sabía de pajarillos. Sí, el UHF nos liberaba un poco de la programación convencional: más documentales, más programas algo más rarillos, mejor.
Todo esto viene a cuento de algo que ya habrán ustedes adivinado, claro. En casa hemos estado unas semanas sin ver la tele con el apagón analógico, así llamado. No una ni dos, sino varias semanas en las que hemos tenido que recurrir a la red para saber si iba a nevar al día siguiente. ¡Qué precariedad! Sin embargo, no puedo culpar de eso a nadie salvo a mí misma, que no he mostrado el menor interés en evitar esa ausencia televisiva.
Ahora que ha venido un técnico muy amable y nos ha colocado bien los aparejos de la antena -castigada por la nieve y los vientos- se ven 42 canales, más los 65 del
Astra, un satélite alemán, por lo visto, al que estamos relacionados por una antena parabólica que se empeñó el Galeno en que compráramos muy barata. Menuda monserga. No hay espíritu noble que aguante el zapeo de tanto canal, de tanta basura. De modo que la tele permanece oscura y callada la mayor parte del tiempo. Pero, eso sí, esta vez, con posibilidad de apagar más de 100 canales. Ahí es nada. Casi preferiría volver a
los tiempos del DDT.