viernes, 24 de diciembre de 2010

Una noche buena a todos

He ido a visitar los Durero -Eva y Adán- recién restaurados por Maite Dávila en el Museo del Prado. Junto a ella han trabajado arduamente los componentes del equipo del gabinete técnico fundado por Carmen Garrido y José María Cabrera, hace muchos años. Un equipo espléndido en el que figura también el carpintero que se ha hecho cargo del soporte de madera en el que Durero pintó esta maravilla.
Lo que choca es que al entrar en el espacio donde se encuentran las dos tablas, sea la espalda de las misma lo que primero se muestra. También ha habido mucho empeño en que la opinión pública crea que lo que merece la pena de ver es la recuperación del soporte. En ello algo tiene que ver un personaje polémico: el conservador de madera del Metropolitan Museum de Nueva York, George Bisacca del que se cuenta que puede vender a su propia madre si el negocio le sale rentable.
También se ha dado bombo y platillo a que la Fundación Getty ha financiado la recomposición de la madera, y sí, muy bien. Pero la gente no quiere ver la madera sino la pintura y la pintura está relegada a un segundo plano. Sean dadas las gracias al pillo Bisacca y a la espléndida Getty, pero ¿por qué los jefes del Prado han ninguneado a los magníficos profesionales del Gabinete Técnico del Museo del Prado que es uno de los mejores (y con menos medios) del mundo? Total, que si Dávila hubiera nacido en otro país, ahora sería reconocida por muchos. Pero ha nacido aquí, de modo que está deseando jubilarse para dejar atrás las mezuquiondades de la lucha por el poder en El Prado y en cualquier oficinilla oscura. Vanitas vanitatis.
Ante la insidia y la injusticia, lo mejor es dejar que la Navidad alumbre y caliente nuestras vidas, amigos.
Que sea así esta noche buena para todos.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Un encuentro fortuito

Poco acostumbrada como estoy a la civilización, la visita semanal a Barcelona se convierte para mí en una fiesta, una ocasión de pasear, mirar, buscar algo que me hace falta, como una cuchara de palo o un tirador de cajón. Hasta hay días en que me da tiempo de ver una película en el Alexandra, que es un cine que me gusta mucho. ¿Les he contado alguna vez lo que me pasó en el Alexandra, una mañana en que fui a ver "El gran silencio"?
Pues, ahí estaba yo, en primera fila, viendo ese film sobre el silencio, tomando como asunto la vida de los monjes trapenses de la cartuja de, vaya, se me olvidó el nombre, pero está, creo al norte de Francia, ¿o quizás, en Suiza? Es lo de menos. La película de Philip Groening,  dura más de tres horas, pero yo estaba preparada, después de un año intenso y fructífero en pranayama y meditación. Cuando transcurrieron los primeros treinta minutos, de pronto, me acordé. Pero, ¿seguro que no les he contado ya? Es que tengo la impresión de déjà dit. Pues sigo.
Por Dios bendito, ¡me había dejado la cacerola de legumbres en el fuego, en casa! Yo vivía ese año, hace cuatro, en Barcelona. Me subieron calores por el cuerpo hasta las mejillas, me puse en lo peor: se habrá quemado todo, estará ardiendo la casa entera, algún vecino habrá llamado a los bomberos... y así.
Sin embargo, espoleada por la rabia contra mi misma por el despiste, salí reptando de la sala para no molestar, en medio del silencio, y volé, más que corrí a pillar un taxi que me dejó en diez minutos ante mi casa:
-"No apague el motor. Salgo enseguida", dije al conductor. Subí de tres en tres los banzos de la escalera, abrí a la primera la puerta, entré en la cocina y todo estaba en orden, como si nada. Cerré la llave del gas y bajé a la misma velocidad, ante los incrédulos ojos del taxista que se disponía a encender un cigarrillo temiendo una espera medianita.
A los otros diez minutos, veinte en total, entraba al galope en el cine. Le empezaba yo a indicar al empleado lo sucedido cuando él mismo me invitó a entrar de nuevo:
-"Sí, sí. Ya la he visto a usted salir en estampía hace cinco minutos (¡!). Pase usté, pase", me animó muy amablemente. Y así lo hice. Volví a imitar a los indios navajo para no interrumpir con mi cuerpo la narración silenciosa que contemplaban montones de pares de ojos extasiados (la sala estaba a rebosar) y disfruté del resto del film como si nada hubiera roto la continuidad.
Pero, ¿por qué les decía esto? Humm, fuga de ideas, jo.
Ah, sí. Entré en Flash flash a comer, la tortillería que queda frente al Giardinetto, un bar de antiguas luces, que gustaba frecuentar la intelligentzia barceloní, y me encuentro con Rafael Argullol ante un bonito plato de verduras de colores. Sorpresa, beso, saludo, palabras y alegría por el encuentro después de tanto tiempo.
Comoquiera que este blog le debe al de Chiqui la existencia, me he visto en el deber de contarlo. Aunque tengo la incómoda sensación de que me he ido por los cerros de Úbeda, que son unas laderitas de monte bajo, muy agradables, por donde se perdían algunos parlamentarios del Forges, a menudo.
Todo, con tal de que ustedes lo pasen bien.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Sinsabores

He cometido un error que daña a una persona querida. Una tontería: he equivocado -incomprensiblemente- el paquete que debía traerle, de  modo que no podrá cumplir una obligación importante, como tenía previsto. ¿Habrá otra oportunidad para hacerlo? Lo desconozco. Me lo había recomendado tanto y yo estaba tan segura de que traía lo requerido que aún ahora, mucho después de reparar en el error, no puedo reconstruir el proceso del desaguisado. Desalentador que ocurra esto cuando tienes las pestañas quemadas del humo de mil batallas. Triste, tener que dar la mala noticia.
Es inevitable cavilar en la de veces que no se presta atención suficiente a las palabras de los otros. La de veces que no se produce una recepción del mensaje en el proceso de comunicación. Sólo la impresión de haber comprendido. En medio, múltiples interferencias que tienen que ver con el ruido ambiente, con la dispersión de las ideas -fuga de ideas, espetan los psiquiatras-, con la nebulosa configuración de la mente en el mundo moderno.
Una vez les conté que me gustaba fregar los cacharros a la hora elegida por mí, porque lo tomaba como un acto de meditación. Me pasa cuando recojo las hojas secas del otoño en el jardín, y en los paseos por el monte, o campo a través, del pueblo hacia el molino o del molino al pueblo. Me apabulla comprobar la de horas de meditación que me quedan para captar una molécula de realidad, un trozo de vida real. Tan inmersa en no sé qué mundo me encuentro.
Yo quería hablarles de las mulas y los muleros que trabajan estos días en el bosque, limpiando la madera en que la nieve pasada convirtió árboles enteros, grandes ramas de encina, pino, roble, chopo, cedro... Pensaba decirles que me gustan esos animales, mitad yegua, mitad borriquito, ojos grandes, oscuros, morro amoroso, corpachón protector. No necesito imaginarles un cuerno cónico y largo en medio de la frente para verlas como animales mitológicos. Quería brindar por ellas con ustedes, mientras las imagino, descansando en su aprisco de piedra y maderas, a la espera de otra mañana fresca, fragante, en que desperecen sus patas mientras arrastran troncos en el bosque.
Pero se me ha cruzado esa otra noticia. Ya ven cómo es de errática el alma mía.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Los fríos de Madrid, el calor del metro


Hacía un frío en Madrid de bigotes. El frío era de bigotes, no que Madrid tuviera bigotes esa tarde . Había quedado con mi hija en La Mallorquina, a merendar. Sólo si se es de fuera se puede cometer el error de quedar a merendar en La Mallorquina, ese café de la Puerta del Sol, frente a la salida del metro (o la entrada, según), cercado de vendedoras de lotería de Navidad. Pero yo me considero de fuera, llevo 4 años en el exilio, y quedé ahí.
 Tuvimos que esperar unos minutos a que se vaciara el puente -o sea, el salón de arriba, para mí como el puente de una embarcación- porque aquello estaba de bote en bote. Señoras que empezaban sus compras y señoras que terminaban sus compras; señores barrigudos que acompañaban a las señoras que acababan sus compras, damas solitarias que apuntaban la lista de regalos que tendrían que comprar y así, un largo etcétera, amigos.
Madrid se pone imposible por Navidad, tópico repetido ad livitum: imposible por Navidad. Y, naturalmente, "Navidad" se puede considerar ya este primero de diciembre. Manda carallo, cuando yo era chica ("ya estamos con la manía de regresar a la Prehistoria", oigo murmurar) Navidad empezaba más justo, cuando el clima estaba más en sazón, más ambientao y tal. Ahora, empieza cuando lo deciden los centros comerciales. Manda carallo. Yo, por eso, llevo varias navidades que no gasto un ochavo en Navidad. Es para fastidiar.
 No sé a quién: creo que al sistema, en general. El sistema está resultando bastante defectuoso, con sus crisis financieras, sus devastadoras operaciones especulativas, sus depredaciones varias, su condena a la miseria a masas de personas, su musiquita y su canesú. De modo que lo que en mis años de estudiante ("¡y daaaale!") era la consigna de todo progre que se preciara, hoy se ha vuelto obligación moral de quienes nos vamos dando cuenta, por fin, de qué iba esto, como dijo Gil de Biedma, muy querido por estas páginas.
Como mejor se puede chingar al sistema es dejando de consumir, amigos. No me refiero al pan ni a la leche de soja, ni al té ni a los tomates. Ya saben a qué me refiero: a descubrir el encanto de aquél jersey viejo que nuestra madre nos tejió con lanas recicladas de varios colores, tan chic que puede llegar a ser si una se lo propone; a aprender a apreciar esos zapatos arrugaos que dan calorcillo aunque avergüence un  poco llevarlos a un cóctel o a una vernisage de pintor en el candelabro. Siempre se puede optar por pasar del pintor del candelabro e ir a una expo de, pongamos por caso, Durero, al que ya no le importa cómo lleves los zapatos siempre que estén bien limpios.
Los japos lo llaman wabi shabi, o parecido: aprender a apreciar la belleza de lo viejo, algo roto, imperfecto, arrugadillo. Es asombroso lo que un ser humano puede afinar cuando dedica tiempo y esfuerzo a fijarse en lo que normalmente nos pasa desapercibido: los sonidos del silencio, por ejemplo. Y en ésas andaba yo, una vez despedida de mi retoña, por los pasillos del metro de Madrí, cuando el silencio de mis pasos sin charleta, de mis cavilaciones en medio del gentío apresurao de Sol, suenan unas percusiones molonas, africanas, chulis.






Ahí estaba él, Carlos, tocando su plastifón, un invento propio fabricado con botellas y cacharros de plástico reciclado de diversas formas y tamaños, bien ensamblados en una mesa baja como soporte. Qué sonido más bueno saca de ese amasijo ordenado de bidones. Me lo he traído aquí, después de una pequeña charla con él, de soltarle un luro y de desearle buena suerte. Un tipo que se las arregla para comer cada día en el subsuelo de la ciudad dura y amable que es Madrid.
Buena suerte a todos.