sábado, 22 de marzo de 2014

Ikebana de avellano tortuosa
Planté este ikebana cuando en las ramas del avellano apenas despuntaban unas yemas diminutas, hace unas cuantas semanas. Como no frecuento este cuarto en invierno, resulta que me olvidé de mi arreglo hasta que lo descubrí así, florido y hermoso. Se ve que alguien estuvo añadiendo agua a la vasija para que no se secara y lo ha agradecido de esta manera. Las alcachofas centrales son del huerto y el avellano tortuosa, del jardín. El plato del fondo, regalo de Chiqui y los p´çajaros que se adivinan a la izquierda me los traje de la capital de Mozambique en uno de aquellos viajes africanos tan memorables y de los que apenas he contado nada.
Total, que pretendía hacer un ikebana de almendros y no he tenido ánimo de destruir este tan generoso. Se lo birnod a ustedes con mis mejores deseos de paz y bien.

jueves, 6 de marzo de 2014

Muerte de un poeta

Fotograma de El Desencanto, de Chávarri
Leopoldo María Panero ha traspasado el contorno del abismo y ha muerto, al fin, quizás solo, como él temía; quizás alguien lo acompañaba, un alma caritativa, un ser compasivo que hubiera previsto su acabamiento. 
Después de una vida prematuramente destructiva de sí mismo –mejor que “autodestructiva” ya que en su destrucción no sólo contribuyó él mismo- el poeta novísimo, elhermano mediano de la saga de los Panero Blanc, ha cerrado tras de sí el portón pesado de la vida de su familia y de su ser. Queda su poesía, la inteligible y la que no lo parece. El prefería “Teoría”, el libro que publicó en los años 70. A ratos, capto retazos de lucidez en la escritura de una mente lúcida como pocas, pero que fue desvaneciéndose en manos de la locura.
Y ¿qué es la locura? Me preguntas clavando en los míos tus ojos brillantes y profundos. “La locura eres tú”, y se bebe la coca cola que me ha hecho comprar, después de fumarse varios paquetes de Nobel, unos cigarrillos asquerosos que fumaba sin parar.
En varias ocasiones me encontré con Leopoldo María Panero -¿y quién no?-; una, por entrevistarle para el periódico en el que yo trabajaba entonces.
Otra, cuando coincidimos en un bar de Malasaña,  Madrid, años 80, mi entonces marido y yo. Compartimos miradas, silencios y vasos en una mesa, envueltos en el humo de los mil cigarrillos que fumaba todo el mundo, pero sobre todo, Leopoldo. Y alguna charla, donde dejaba escapar su rabiosa inteligencia.

Fumo mucho. Demasiado.
Fumo para frotar el tiempo y a veces oigo la radio,
y oigo pasar la vida como quien pone la radio.
Fumo mucho. En el cenicero hay
ideas y poemas y voces
de amigos que no tengo.

Años después, perdido el contacto, no recuerdo por qué, fui a hablar con su hermano pequeño, Michi, en su casa de la calle Ibiza. Michi, muy deteriorado ya, malvivía en un piso oscuro y sucio, que apestaba a orines, donde no era posible tomar asiento sin sentir un asco casi insuperable. Me pregunto de qué hablaríamos en esa visita de casi dos horas. Quizás un último libro, algún pretexto parecido. Algo escribí después, vaya usted a buscarlo ahora.

Hay muertes que afectan y una no sabe a cuento de qué. Pero afectan.